Hoy es Viernes Santo. Es un día sublime en el cual se conmemora la entrega de Jesucristo y el derramamiento de su sangre para el perdón de los pecados y salvación del hombre.

Hace unas pocas semanas, nadie hubiese previsto que en estos “días grandes” nos encontraríamos confinados en nuestros hogares para protegernos de un enemigo microscópico y letal que ya nos ha dejado más de una veintena de muertos y una cifra que rebasa tres centenares de infectados por Covid 19.

Estamos en una crisis de consecuencias imprevisibles, pero –al cabo- una oportunidad única para evaluar las circunstancias de nuestro país, examinar la condición de nuestra sociedad y, por encima de todo, meditar sobre nuestra relación personal.

Los acontecimientos actuales nos obligan a reflexionar sobre lo que hemos hecho, las acciones que hemos ignorado y aquellas oportunidades que es posible retomar para convertirnos al camino del bien.

Es un momento en el que estamos atrapados por la incertidumbre, el miedo y la aflicción. Pero también es un tiempo propicio para valorar la vida, la familia y todo aquello que nos es dado por gracia y que hasta ahora habíamos tomado con temeraria displicencia.

Es bueno, este día, que reconozcamos que hemos vivido al son de la superficialidad, del egoísmo, de la avaricia, la traición y la explotación de los más débiles a manos de los más fuertes.

Nuestra sociedad ha caído ante el interés de unos por aprovecharse de los indefensos y ante el apetito de otros por alcanzar riquezas y poder, en perjuicio de las mayorías.

La contingencia epidemiológica nos ha planteado una verdad: Que somos muy frágiles; tanto así, que nos enfrentamos a ciegas a un “depredador microscópico” que amenaza con destruir nuestro aparato productivo, fracturar nuestra economía, golpear duramente nuestro sistema social y zarandear todo nuestro ser.

Este Viernes Santo nos invita a limpiarnos, restaurarnos y olvidarnos de todo lo que nos ha infectado y de lo que nos ha impedido ser mejores personas.

Regresemos nuestra voluntad y acciones a la solidaridad, el desprendimiento, la humildad y el amor al prójimo. Volvamos a sensibilizar nuestra convivencia, a imprimirle justicia a nuestras actuaciones y completemos la tarea de construir un país próspero.

No desmayemos en hacer lo bueno y lo correcto en todo momento. No nos cansemos de buscar la sanidad de alma. Porque éste es el único camino que nos lleva a la verdad, a la grandeza y a conquistar la “vida eterna”.