Los datos estremecen: Cada 22 horas es asesinada una mujer en Honduras y de este vendaval no se salvan las adultas mayores, porque -en lo que va de este año- tres o cuatro féminas de la tercera edad son asesinadas cada mes.

Se agrega a ese dato que una de cada tres mujeres hondureñas ha sufrido violencia en sus distintas manifestaciones, una condición que vuelve a nuestro país un terreno donde predomina la irracionalidad en los núcleos familiares.

No es por casualidad que desde el año 2000 el fenómeno de las agresiones en el seno doméstico se haya disparado en más de 700 por ciento y que la impunidad referida a la muerte de mujeres llegue a 96 por ciento.

No podemos concebir, entonces, cómo las autoridades de la Fiscalía, de los órganos de Derechos Humanos, de la Policía y de sus órganos de investigación se han atrevido a solicitar una ampliación de la partida presupuestaria para abordar de manera integral la criminalidad desbordada contra las mujeres.

Sus resultados son un fracaso. Las miembros del sexo femenino siguen cayendo en las garras de la violencia criminal y los hechores de estos actos permanecen libres, a la caza de más víctimas.

Lejos de observar dichos incidentes como fríos números que van en ascenso conforme la violencia criminal se agudiza, el fenómeno amerita ser abordado en forma oportuna, porque no es coyuntural, es la manifestación de una sistemática descomposición de todo nuestro tejido social.

La ejecución de mujeres le imprime un matiz de mayor gravedad a la inseguridad de que somos presa los hondureños, por cuanto genera pánico e incrementa el sentimiento de indefensión colectiva.

Sean cuales fueren las circunstancias en que se hayan producido y se sigan registrando las muertes de mujeres, la Policía, los operadores de justicia y los órganos de los Derechos Humanos tienen una cuenta acumulada por saldar: Ejecutar acciones firmes y radicales en el propósito de ponerle fin a la pandemia de los “feminicidios”.