Por: Vatican News

Será una Pascua particular la que vivirán millones de cristianos en el mundo en este año 2020. Debido al aislamiento para evitar el contagio de Covid-19, en varios países no será posible que los fieles participen en las grandes liturgias del Triduo Pacsual, que conmemora y actualiza la institución de la Eucaristía, la Pasión y muerte de Jesús, su Resurrección. No han faltado discusiones e incluso polémicas en Italia hacia los obispos que compartían las decisiones del gobierno. Una mirada rápida a la historia de los siglos pasados, ayuda a comprender cómo la dramática situación que estamos viviendo, a causa de las miles de víctimas muertas a causa del virus, alcanza también a la vida ordinaria de las comunidades cristianas, puesto que no es la primera vez que sucede. Esto sucede también con el tema del acceso a las iglesias y a las celebraciones.

Por ejemplo, durante la “peste” de 1656, el Papa Alejandro VII actuó con gran determinación para contener el contagio que habría llevado a un millón de muertes en toda la península italiana. En un relato histórico recogido en el volumen "Descrizione del contagio che da Napoli si comunicò a Roma nell'anno 1656" (Roma, 1837), se lee: No sólo se abandonaron las comunidades civiles [...], sino también las sagradas, es decir, las capillas pontificias, las procesiones habituales, las congregaciones piadosas, la solemnidad de los "uffizii" en las iglesias, cerrándolas en aquellos días marcadamente festivos para ellos, pero sin embargo atractivos para mucha gente". El Papa promulgó un jubileo universal, no imponiendo ya (según la costumbre) ni procesiones, ni visitas a algunas basílicas específicas, de modo de no acumular allí gente: ni ayunos iterativos, para no disponer de los cuerpos con una comida menos sana...

Como recuerda Marco Rapetti Arrigoni, periodista y escritor, autor en el blog Breviarium.eu (https://www.breviarium.eu/ ) de algunos artículos dedicados a las pandemias en la historia relacionadas con las actitudes de las autoridades religiosas, "la Congregación de la Salud preparó un sistema de lazaretos basado en la estricta separación de los hospitalizados en diferentes lugares de la ciudad, destinados respectivamente a la hospitalización de los enfermos, la observación de los casos sospechosos y la convalecencia de los supervivientes. El objetivo era proceder rápidamente al aislamiento y traslado de los infectados, con la aplicación forzosa de la cuarentena a todas las personas con las que entraran en contacto".

Por otra parte, la Congregación de la Salud, por mandato del Pontífice, intervino también para regular la vida religiosa de la ciudad introduciendo limitaciones considerables. Se suspendió la adoración eucarística comunitaria en el contexto de la celebración del Cuarentenario y se prohibieron las procesiones y sermones en las plazas. Las celebraciones y ceremonias se celebraban a puertas cerradas y las autoridades eclesiásticas llegaron a privilegiar las formas privadas y personales de devoción y oración. Y como, a pesar de las prohibiciones, los romanos seguían visitando la iglesia de Santa María de Pórtico, donde estaba custodiada el icono de la Santísima Virgen del Pórtico, protectora de la ciudad contra las plagas, "la Congregación, para evitar que la aglomeración fuera ocasión propicia para la ulterior propagación del mal, ordenó el cierre de la iglesia y de la calle en la que se encontraba".

Si esta era la Roma del Papa, igualmente atenta a la salvación de las personas y no sólo de sus almas eran también las autoridades de la Iglesia Ambrosiana. En el siglo anterior, en 1576, Milán había sido golpeada por la “peste”. El Gobernador de la ciudad, Antonio de Guzmán y Zúñiga, introdujo estrictas limitaciones a las peregrinaciones y dispuso, tal como recuerda Marco Rapetti Arrigoni, que se permitiese la entrada la cidad sólo a pequeños grupos compuestos de una docena de personas en posesión del billete, un dcumento expedido por las autoridades sanitarias del territorio de origen, que certificaba la ausencia de síntomas atribuibles a la enfermedad.

El Cardenal Carlo Borromeo, santo arzobispo de la diócesis de Ambrosía, instó a los sacerdotes a ayudar a los enfermos, haciéndolo él mismo. Borromeo, conociendo los riesgos de contagio, Rapetti Arrigoni, escribe que para no convertirse en vector de la enfermedad, empezó a consultar a sus interlocutores manteniéndolos a distancia, a cambiarse muy a menudo y a lavar su ropa en agua hirviendo, a purificar todo lo que tocaba con fuego y con una esponja empapada en vinagre que llevaba siempre consigo; en sus visitas a Milán guardaba las monedas para la limosna dentro de frascos llenos de vinagre.

Para pedirle a Dios que detuviera la epidemia, el Arzobispo de Milán convocó cuatro procesiones a las que sólo podían asistir hombres adultos, divididas en dos filas de una persona y a unos tres metros de distancia una de otra, prohibiendo la participación de los infectados y los sospechosos de infección. Borromeo guió, descalzo y con una cuerda al cuello, la primera procesión desde el Duomo hasta la Basílica de San Ambrosio".

Al mismo Borromeo se le atribuye la propuesta de la cuarentena general por la que todos los ciudadanos tenían que encerrarse en sus casas durante cuarenta días. En un antiguo informe biográfico sobre el santo arzobispo se lee que el mismo sostenía que nada que pudiera ser de beneficio para los enfermos y los pobres, estaba fuera de su labor.

El 15 de octubre de 1576 el Tribunal, aceptando la propuesta de Borromeo, decretó una cuarentena general para todos los habitantes de Milán. El 18 de octubre, San Carlos emitió un edicto similar para el clero secular y regular, ordenando a los eclesiásticos que se queden en sus casas, eximiendo únicamente a los sacerdotes y religiosos destinados a la asistencia espiritual y material de la población de la observancia del precepto de "quedarse en casa retirados".

Los milaneses en cuarentena no podían ir a la iglesia para rezar ni para participar en la misa. San Carlos se aseguró de que en los cruces de la ciudad, hubiera crucifijos y altares en los que se pudieran celebrar misas desde lejos, asomándose por las ventanas. A mediados de diciembre de 1576 la propagación de la epidemia pareció disminuir. A pesar de la mejora de la situación, las autoridades habían decidido prolongar la cuarentena, para evitar que se volvieran a producir contagios, y esta prolongación del aislamiento se realizó con el consentimiento del cardenal, aunque San Carlos lo sintió mucho, porque el pueblo no podía ir a las Iglesias, ni siquiera en la solemnidad de la Santa Navidad.Argumentos