Estamos en alerta roja por la amenaza en que se ha constituido el nuevo virus, responsable del actual estado de nerviosismo en que se debate el mundo.

Las autoridades han declarado el máximo nivel de alarma, tras detectarse los primeros tres casos del COVID-19 y luego que se incrementara el número de pacientes sospechosos.

El temido virus se ha expandido a más de 120 países y ya se ha cobrado la vida de más de 5,000 personas en todo el mundo, cifras éstas que visten la tragedia por la que atraviesa todo el globo terráqueo.

Es una pandemia que ha llegado a nuestro territorio y cuyo impacto todavía es incierto. Las consecuencias que podría traer consigo el COVID-19 son impredecibles, debido a su comportamiento errático.

Lo que ha salido a relucir en la primera semana que ha transcurrido desde la confirmación de los primeros diagnósticos positivos es que la peste puede resultar catastrófica si no se asumen las acciones correctas y oportunas.

No es tiempo de hacer conjeturas ni de dar pasos en falso en torno al estado de máxima emergencia que nos rige desde el fin de semana. El virus se ha instalado en Honduras y amenaza con zarandearnos.

No es una broma. La situación que cursamos necesita ser abordada de manera planificada, valorada en cada milímetro y consensuada con todo aplomo.

Por ningún punto debemos caer en el error de menospreciar las medidas de urgencia extrema que han sido determinadas para contrarrestar una propagación desbordada del virus.

No debemos tomar como exagerados o artificiosos los llamados reiterados, ni las recomendaciones divulgadas con profusión sobre los protocolos de prevención y vigilancia dictados ante el COVID-19.